lunes, 22 de febrero de 2010

Cínicos

Diógenes de Sinope. Recreación historicista del pintor Jean Léon Gérôme (s.XIX). Walters Art Gallery, Baltimore, U.S.A.

Una reseña del libro de Michel Onfray: Cinismos. Retrato de los filósofos llamados perros. Editado por Paidós. Buenos Aires, 2002.
El autor descubre con Lucrecio (De rerum natura), de una manera lúcida (a través de la ironía), la realidad: una sumisión humillante a la ilusión, al artificio y a las creencias inútiles, un sacrificio constante a los mecanismos de alienación y avasallamiento de las singularidades, a las mitologías gregarias y a todo lo que sitúa a los hombres en un teatro donde la tragedia y la comedia se reparten el dominio. Y a la par, el fármaco, para superarla: que el hombre solo puede dar sentido a su existencia dependiendo sólo de sí mismo, ejerciendo el dominio sobre sí, trabajar la voluntad y hacer de sí un objeto que habrá de transformarse en sujeto, domesticar lo peor y practicar la ironía. En definitiva: construirse uno mismo. Reivindica la filosofía antigua la "presocrática" precisamente por ello; porque facilita al hombre su mejoramiento, su realización, librarse de sus tribulaciones, liberarse.
Que duda cabe que estamos ante un pensamiento materialista ateo, una ética pragmática, una ética sin Dios. Son precisamente la inexistencia o muerte de Dios las condiciones que provocan una ética de recambio.
Michel Onfray me fascina porque en esta etapa nihilista es un arquitecto de valores; su prospección "subversiva" (al desechar de manera radical lo cristiano) llega hasta la veta inagotable del pensamiento antiguo contrario al cielo idealista de Platón.
Pero ¿qué es el cinismo filosófico ?. No es el cinismo vulgar: altanero, hipócrita, demagogo y mentiroso; que condiciona la acción a la eficacia sin considerar nada más (¿pragmatismo? ¿el fin justifica los medios? ¿realismo político?), que dice una cosa y hace otra; que promete un futuro sacrificando el presente. La misma acción política es hija de este cinismo vulgar (es de la misma naturaleza que la escatología religiosa: prometer el futuro sacrificando el presente). Hacer del prójimo un medio quebrantando su dignidad con el objetivo de conseguir los propios fines. Por contra el cinismo filósofo es precisamente un antídoto frente al cinismo vulgar; por cuanto sirve en primer lugar para desenmascarar la hipocresía y, sobretodo, para sanar de esta enfermedad transmutando los valores. Los filósofos cínicos desnudan nuestra vida y juzgan nuestras quimeras.
Son llamados perros; el propio Diógenes gustaba de ser llamado así; desde luego tienen una manera incisiva de practicar la sabiduría. Lo salvaje como rebeldía ante el mundo frente al que se reivindica que en esa relación con él, sea el hombre el que controle sus condiciones de vida. Austeros. Insolentes. Irónicos (el gallo desplumado arrojado a los pies de Platón para demoler aquello de bípedo implume). Sarcásticos. Hedonistas (donde el placer es un medio y no un fin) antes que ascéticos como mejor remedio para calmar la tensión del deseo; y además en pro del dominio de una voluntad libre, no esclavizada ni por el deseo, ni sometida al calvario de la culpabilidad.
Lo real no debe ser un obstáculo, sino una compañía circunstancial donde la meta es siempre el dominio de uno mismo. Por ello el renunciamiento ascético por su dureza puede conducir a la neurosis. La alienación en pro de un imaginario hipostático; es decir lo ideal; se desecha por lo auténtico; lo real; nuestra condición carnal, animal. Armonía del hombre con el mundo real; no con el mundo ideal, perfeccionista, inalcanzable. Vivir con provecho lo cotidiano.
El fin de la filosofía cínica es la felicidad. Sólo el hombre libre -el que no teme a nada, ni espera nada- (liberado de la opinión de la multitud) y que vive de conformidad con la naturaleza es feliz. Así estamos ante una filosofía individualista (nihilismo social) en rebeldía frente a las instituciones que quebratan nuestras singularidades. Una filosofía en pro de la existencia humana. Una filosofía médica de la civilización: porque los hombres están enfermos de no saber vivir en libertad; y es que con frecuencia contribuyen ellos mismos a su propia alienación. ¿Serán los libertarios los cínicos contemporáneos?.
Incluso hecho esclavo por vicisitudes del destino, el propio Diógenes -cuenta Onfray- era un hombre libre. Valoran más el propio ejemplo de su vida que su palabra. Y todo ello a través de estrategias subversivas como el humor iconoclasta. Deconstructores de la moral por considerar que los valores son fundamentalmente relativos, convencionales. Transmutadores de tales valores. No, no sería su crítica tanto la de una anticultura sistemática, como la de una contracultura metódica. Ateos, contrarios a todo poder constituido, pacifistas. El proyecto cínico no es colectivo, sino un proyecto de revolución singular.
Decía Nietzsche refiriéndose a la historia del pensamiento: ¡Qué bellos son los griegos!. Creo que bajo la lava solidificada de nuestra cosmovisión judeo-cristiana existe un magma subterráneo que nos dice otra cosa, y que puede ser una ética de recambio, en particular, para todos aquellos que creen que muerto lo cristiano y lo pseudocristiano no hay nada, y así nos está permitido todo (nihilismo individual). Contrariamente a esto existe toda una masa ígnea que permite señalar un sistema individual de valores cohonestable con una intersubjetividad pacífica entre los seres humanos. O sea; la construcción desde cada hombre y cada mujer de una ética individual que tenga por sólo límite la esfera individual de los demás.
¿Es posible cohonestar esta filosofía tan lúcida, tan antigua y fresca a la vez, con lo cristiano tachado desde esta perspectiva, de platonismo para las masas?. ¿Puede ser el hombre, libre y auténtico, aceptando una moral no autónoma sino heterónoma, dada?. Lo cierto es que nuestro feliz y querido filósofo ha dedicado otro sugerente libro sobre ese intento por compatibilizar lo epicúreo con lo cristiano: El cristianismo hedonista. Contrahistoria de la filosofía, II. Editorial Anagrama. Barcelona, 2007.
En esta última obra se hace una semblanza de los heresiarcas: Para empezar, los gnósticos licenciosos como Simón de Samaria -alias el Mago- (siglo I), quien manifiesta que estamos salvados por la gracia: santificaos los unos a los otros (amar al prójimo y ya está). Basílides (siglo II), quien señala que Jesucristo muerto pero de risa, se da el cambiazo (docetismo) en la cruz por Simón de Cirene; y esta broma es en realidad una invitación a abjurar antes que llegar al martirio (¿por qué morir por las Ideas?. Valentín (siglo II), también cree que estamos salvados; por eso frente al ideal ascético propone la afirmación absoluta de la carne. Carpócrates (siglo II), aboga por una sexualidad sin complejos. Epifanio -hijo del anterior- (siglo II), se pregunta ¿por qué Dios nos da el deseo y el placer si no es para usarlo como regalo?. Cerinto (siglo II), para quien el Reino de Cristo no está en los cielos, sino en la tierra; que la salvación se produce en la tierra con las condiciones que conocemos (¿es premonitorio del etsi Deus daretur?. Nicolás -de los primeros diáconos elegidos por los apóstoles- que hace toda una ontología de lo negativo (Prunikós o Barbelo -divinidad consagrada a la lujuria- ), desde una perspectiva que parte de constatar la crueldad de este mundo, para llegar a la conclusión de que la procreación aumenta a su entender la negatividad.
Del siglo II al IX (tenemos en el 622 la Hégira de Mahoma -una catástrofe nunca llega sola, dice Onfray referida a como lo musulmán entre en escena tras lo cristiano-) el espíritu libre (expresión que hace referencia a toda una suerte de constelación hedonista frente al ascetismo) va haciendo progresos subterráneos. En el siglo IX Juan Escoto sienta las bases de la herejía de Amaury de Béne (siglo XIII): el infierno no existe; Cristo ha borrado los pecados de este mundo. Estamos redimidos para siempre. El infierno es la ignorancia; el no saber. El paraíso es el conocimiento de la verdad: Dios es alegría, risa, no lágrimas. La resurreción es el conocimiento de esta verdad: nos salvamos en este mundo terrenal a través de la caridad con nosotros mismos. Para Willen Cornelisz de Amberes (siglo XIII) la indigencia avala el robo contra la propiedad (¿precursor de lo anarquista?). Los pobres son los inocentes; y también el libertino. Estamos en el siglo de los movimientos franciscanos; aquí abreva Bentivenga de Gubbio (siglo XIII), quien piensa en la inocencia del devenir; que no es necesario el sufrimiento; la gracia y la caridad son consubstanciales a todos los hombres. Somos inocentes insistirá en el siglo XIV Walter de Holanda. Y también lo dirá Juan de Brno (siglo XIV) -aunque luego termine colaborando con el Santo Oficio-; y desde esta inocencia edénica se reclama una libertad integral aunque lo que sucede no puede no suceder. Por la misma época un auto de fe en Holanda contra las llamadas Hijas de Udillynda nos ilustra de como el ideal ascético más que como fin es tomado como medio; como un trance chamánico para llegar al placer. Otro coetáneo auto de fe, contra Johannes Hartmann de Amtmanstett (alias Juan el Tejedor) porque en definitiva traslada la idea de que no existe el pecado y de que no somos pecadores, no somos culpables. En el siglo XV un carmelita heterodoxo, Willem Van Hildervisseme de Malines, se interroga sobre el porqué de añadir mortificaciones a este valle de lágrimas que es el mundo. En el XVI Eloi de Pruystinck es demasiado revolucionario para el mismo Lutero; no, no se trata de no hacer al otro lo que no querríamos que éste nos hiciera, sino de hacerle lo que quisiéramos que éste nos hiciera (¿imperativo categórico hedonista?). No podemos renunciar a la posibilidad dada por Dios de vivir en el placer (Quintin Thierry), siglo XVI.
Pero es que este paralelismo es incluso detectado antes de lo cristiano. Así, la secta de los saduceos, es tempranamente tildada de epicúrea por los fariseos. No obstante el primer intento abierto de cristianismo epicúreo es el de Lorenzo Valla (siglo XV). Cree en Dios, en el Cristo. Y -asombro inaudito hasta entonces- en su obra La donación de Constantino sostiene que el documento alegado por la Iglesia para legitimar y justificar su poder temporal es falso de cabo a rabo. La Iglesia no puede estar en lo político viene a decir Valla sino seguir las bienaventuranzas. Basta con creer. Basta con la fe. En cuanto al placer: No se debe amar a Dios a la manera estoica, por obligación, sino por la felicidad que consiste en alejarse de las pasiones tristes y a la vez de los goces que nos alienan. El placer es un medio que nos acerca a Dios; si bien el sumo placer no está en la tierra, sino en los cielos.
El celebrado filósofo francés dedica la portada del libro a un compatriota suyo: Michel de Montaigne (siglo XVI). ¿Otro filósofo práctico alejado del cielo platónico?. A favor de lo católico, pero no a ciegas. ¿Fideísta?. ¿Un epicúreo cristiano?. ¿Deísta?. ¿Qué es ser cristiano para Montaigne?. Ser justo, caritativo y bueno; y nada más.... De manera brillante Onfray sintetiza el sentido hedonista de Montaigne en estas palabras: el tiempo que fluye invita a la eternidad de un placer intensificado por el júbilo.
¿Entonces qué es la moral?. Comentando a Pierre Charron (siglo XVI) Onfray concluye que es lo que jamás habría debido dejar de ser: una propuesta de reglas de buena conducta tendente a una intersubjetividad pacífica y alegre.
¿Qué decir?. Un viaje fascinante por los precursores de lo libertino (en el buen sentido del término libertinus: emancipado de ideas previas). Una objeción: Lo difícil con estos mimbres de confeccionar algo más allá de una revolución singular en cada individuo.

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